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Tuesday, August 3, 2010

BASTA DE CORRER

¡Basta de correr!

por John C. Ortberg
En nuestros días el mayor enemigo de la vida espiritual es vivir apurado. El apuro acaba por destruir el alma. Para la mayoría de nosotros, el mayor peligro no es renunciar a nuestra fe, sino distraernos, apresurarnos y preocuparnos tanto que, al final, viviremos una versión mediocre de la fe.

Al poco tiempo de haberme mudado a Chicago, llamé a un sabio amigo para que me diera algunos consejos espirituales. Le describí el ritmo de vida que llevaba en el ministerio. La iglesia donde sirvo tiende a moverse a un paso bastante acelerado. También le comenté acerca de nuestros ritmos de vida familiar: estábamos en esos años donde vivíamos corriendo de aquí para allá, llevando a los chicos a la liga de fútbol, a las lecciones de piano, o participando nosotros de reuniones escolares.

Le comenté también de cómo estaba mi corazón; al menos eso es lo que intenté hacer. «¿Qué debo hacer —le pregunté— para gozar de mayor salud espiritual?»

Se hizo un silencio en el teléfono.

«Debes dejar de vivir aceleradamente» —me dijo al final.

Otro silencio.

«Muy bien, ya escribí tu consejo —le respondí, un poco impaciente—. Es un buen consejo. Ahora, ¿qué más?» Tenía mucho por hacer y esta era una llamada de larga distancia. Por eso, yo estaba ansioso de cargarme con la mayor cantidad de sabiduría espiritual en el menor tiempo posible.

Se produjo otro silencio.

«No tengo más que decirte —respondió—. Debes dejar de vivir aceleradamente.»

Este hombre es el mentor espiritual más sabio que conozco. Si bien no conoce todos los detalles de cada pecado en mi vida, sí tiene conocimiento de muchos de ellos y, no me cabe duda, puede adivinar cuáles son los que no he compartido con él. Lo interesante, sin embargo, fue que de su inmensa aljaba de perspicacia espiritual, sacó solamente una flecha.

He llegado a la conclusión de que mi vida y el bienestar de aquellos a los que sirvo dependen de que yo practique la indicación que mi amigo me dio en aquel momento. Lamentablemente, en nuestros días el mayor enemigo de la vida espiritual es vivir apurado. El apuro acaba por destruir el alma. «Vivir de prisa no proviene del enemigo; vivir de prisa es el enemigo», sentenció Carl Jung.

Para la mayoría de nosotros, el mayor peligro no es renunciar a nuestra fe, sino distraernos, apresurarnos y preocuparnos tanto que, al final, viviremos una versión mediocre de la fe. Apenas nos quedará tiempo para picotear de la vida, en lugar de vivirla a pleno.

La aceleración enfermiza

Una de las mayores ilusiones de nuestra época es que tendremos más tiempo si nos apresuramos más. Hace poco estaba en una estación de servicio donde un cartel proclamaba el lema de los empleados: «Lo ayudamos a que avance más rápido». Pero, ¿qué pasa si nuestra mayor necesidad no es avanzar más rápido?

La revista Time reportó que en los años sesenta, varios expertos informaron a un subcomité del Senado de Estados Unidos acerca de la administración del tiempo. En resumidas palabras, el informe advertía que, debido a los avances tecnológicos, dentro de veinte años las personas tendrían que reducir drásticamente las horas que trabajaban por semana (o las semanas laborales por año). Si no lo hacían tendrían que jubilarse antes de la edad establecida por la ley. El gran desafío a fines del siglo veinte, según estos expertos, iba a ser descubrir qué hacer con todo el tiempo libre que las personas tendrían.

Treinta años más tarde, sin embargo, no muchos de nosotros diríamos que este es nuestro principal desafío con respecto al tiempo. Nuestro problema, más bien, es que no tenemos tiempo libre.

Como resultado, compramos cualquier producto que prometa ayudarnos a apurar la marcha. El champú de mayor venta en Estados Unidos llegó a ese puesto porque fue uno de los primeros en combinar champú y acondicionador en una sola botella. De esta forma, ya no era necesario gastar tiempo en el enjuague. La pizzería «Domino» se hizo famosa porque prometía realizar sus entregas en treinta minutos o menos. («No vendemos pizzas —señaló su gerente ejecutivo—, vendemos el tiempo de entrega.»)

El periódico USA Today reportó que «Siguiendo el ejemplo de "Pizzas Domino" un hospital en Detroit proclamó: "garantizamos que los pacientes en la sala de emergencias serán atendidos en no más de veinte minutos — ¡o el tratamiento será gratis!"». El periódico señala que el hospital ha aumentado en treinta por ciento su negocio. (¡No dice, sin embargo, en cuanto se ha incrementado la tasa de mortandad!).


Rendimos culto a «McDonald’s» no porque su comida fuera buena o barata, sino porque era «rápida». Aún así, las personas tenían que estacionar sus automóviles, entrar, ordenar, y llevar su comida hasta la mesa —un procedimiento que consumía tiempo. Por eso, inventaron el carril de auto-servicio para que las familias pudieran comer en sus automóviles camino a la práctica de fútbol, ¡como Dios manda!

Nuestro mundo se ha convertido en el mundo de la reina de corazones, uno de los personajes de Alicia en el país de las maravillas: «Aquí, verás, tienes que correr todo lo que puedas para quedarte en el mismo lugar. Si quieres ir a otra parte, debes correr al menos el doble de rápido que eso.»

Irónicamente, todos nuestros esfuerzos no han producido lo que buscamos —la sensación de lo que llamaría «plenitud de vida»; es decir, tener el tiempo suficiente para hacer todo lo que uno quisiera. De hecho, hemos logrado lo opuesto. Robert Banks, un autor que escribe para empresarios, señala que si bien nuestra sociedad es rica en posesiones, somos extremadamente pobres en tiempo. Nunca antes en la historia de la humanidad ha habido una sociedad tan rica en lo material y tan menesterosa en cuestiones de tiempo.

Otro reconocido autor define esta aceleración enfermiza como «una continua e interminable lucha por lograr cada vez en menos tiempo la acumulación de más bienes y la participación en más eventos, frecuentemente haciéndole frente a personas que se oponen, en forma real o imaginaria, a lo que queremos lograr».

Aunque nuestra cultura ha intensificado «la aceleración enfermiza», este no es un problema nuevo. Las personas en el ministerio han sufrido de esta enfermedad al menos desde los tiempos de Jesús. Durante un período intenso de ministerio, Marcos comenta de los discípulos: «Eran muchos los que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer.» (Mr 6.31) Muchos líderes tienen como objetivo llegar a practicar lo que este versículo señala, como si algún día Dios recompensará a la persona que vivió a las corridas. Se imaginan que él les dirá: «¡Qué vida tuviste! Muchos iban y venían, y tú no tuviste tiempo ni siquiera para comer. ¡Te felicito!»

Nada de esto. Jesús era consciente de este problema, y constantemente se apartaba de las muchedumbres y las actividades. Le enseñó esto a sus seguidores. En una oportunidad, después de haber tenido un ajetreado periodo de ministrar, ¡a pura adrenalina!, les dijo: «Venid vosotros a un lugar desierto, y descansad un poco.»
Si usted desea seguir a alguien, no puede ir más rápido que la persona que lo está guiando; no se puede seguir a Jesús a las corridas.
Jesús muchas veces estuvo ocupado pero nunca apresurado. Estar ocupado es una condición externa; estar apresurado es una enfermedad del alma. Jesús nunca sirvió de tal forma que su ministerio perjudicara la relación vital que tenía con su Padre. Nunca ministró de tal manera que quedaran eliminadas sus posibilidades de amar, la cual era la razón de su llamado. Jesús regularmente se separaba de las actividades para estar a solas y orar. Arrancó de raíz cualquier indicio de una vida acelerada.
A pesar de quejarnos de la vida acelerada, sin embargo, hay una parte de nosotros que se siente atraída a este estilo de vida. Nos hace sentir importantes y mantiene fluyendo la adrenalina. Significa que no necesito mirar muy de cerca mi corazón o mi vida, pero esto no nos permite percibir nuestra soledad. Mientras tenga reuniones a las cuales asistir y ocasiones para predicar y enseñar, puedo mostrar que soy una persona importante.
«La presión de las actividades es como un encanto —escribió Kierkegaard—. Su poder se expande… siempre busca devorar víctimas más jóvenes, de tal forma, que apenas se le permita a la infancia o juventud tener la quietud y el retiro, instrumentos con los cuales el Eterno puede lograr un crecimiento divino en nosotros.»
Vivir apresurado, entonces, no se refiere solo a una agenda desordenada; vivir apresurado proclama la existencia de un corazón desordenado.
Vivir en el carril lento
No tenemos por qué vivir de esta forma. La persona que vive aceleradamente puede disminuir el ritmo de su vida. Sin embargo, no pasará nada si lo intenta solo; tampoco ocurrirá instantáneamente. Usted tendrá que someter su vida a una férrea disciplina.
Una práctica muy útil es la que podríamos llamar «desaceleración». Esto involucra cultivar la paciencia al buscar, deliberadamente, situaciones donde tenga que esperar. Por ejemplo, en los próximos días o semanas, intente realizar alguna de estas actividades:
Deliberadamente conduzca por el carril lento en la autopista. Puede ser que llegue cinco minutos tarde por no haberse cruzado de carril a carril. Pero notará que ya casi no se enoja con los otros conductores. En vez de intentar rebasarlos, diga una pequeña oración mientras ellos lo pasan, pidiendo a Dios que los bendiga.

Realice un «ayuno de bocina». Someta su bocina a un voto de silencio. (Un autor afirma que la medida más pequeña de tiempo es el «bocina-segundo»: ¡este es el tiempo que transcurre entre el momento que la luz se pone verde y antes de que el automovilista de atrás toque la bocina!)

Coma despacio. Trate de masticar al menos quince veces cada bocado antes de tragar.

En el supermercado, observe cuál caja registradora tiene la fila más larga y ubíquese allí. Si quiere mejorar este ejercicio, cédale el lugar a la persona que está detrás de usted.

Vuelva a leer un libro. En nuestros días, tendemos a confundir sabiduría con información. Leemos más y pensamos menos. David Donald, autor de una biografía sobre Abraham Lincoln, dice que este creció con muy pocos libros: solamente poseía la Biblia, un libro de fábulas y dos o tres libros más. Lincoln leía porciones de estos libros una y otra vez, hasta que, como dijo su madrastra, «lograba recordar o entender cualquier parte del texto». Un compañero abogado dijo que «Lincoln leía menos y pensaba más que cualquier otro hombre en su esfera en los Estados Unidos».

Tómese una hora simplemente para estar con Dios. No use ese tiempo para preparar mensajes o elaborar planes estratégicos. Es más, ni siquiera utilice este tiempo. Simplemente disfrute del tiempo con Dios.
En resumen, busque situaciones donde tenga que esperar deliberadamente, de modo que le resulte imposible estar apurado. Mientras pone en práctica estas sugerencias, dígale a Dios que usted confía en que él lo capacitará para llevar a cabo todo lo que tiene que hacer. A menudo las personas se preocupan porque creen que si no se apresuran obtendrán menos resultados. Las investigaciones, sin embargo, han revelado que no existe ninguna relación entre la prisa y la productividad. Usted descubrirá que puede encarar perfectamente la vida sin andar de prisa.

La disciplina de la soledad
La disciplina de la soledad es un remedio tradicional para sanar la enfermedad del apuro. Jesús tenía por costumbre retirarse a lugares solitarios. Al principio de su ministerio fue al desierto para un prolongado tiempo de ayuno y oración. También se retiró cuando supo de la muerte de Juan el Bautista, cuando estaba por escoger a sus discípulos, después de haber sanado a un leproso, y luego de que sus seguidores se habían involucrado en el ministerio. Este patrón de retiro continuó hasta los últimos días de su vida, cuando en el huerto de Getsemaní, una vez más, se apartó para orar. Terminó su ministerio de la misma forma en que lo inició: tomando un tiempo para estar a solas.
El ministerio debe mantener un equilibrio entre la participación y separación. Los seguidores de Cristo entendidos en el tema siempre han considerado que tener un tiempo para aislarse es una disciplina fundamental. ¿Por qué es tan importante? Porque aislarse es la única práctica que nos permite librarnos de las fuerzas de la sociedad que, de otra forma, no cesarían en sus intentos de moldearnos. Según una antigua frase, es la «caldera de la transformación».


Dallas Willard, autor de varios libros sobre las disciplinas espirituales, observó un dato curioso en un experimento realizado, hace algunos años, con ratones. Un investigador descubrió que se necesita una alta dosis de anfetaminas para matar a un ratón que ha sido aislado. Sin embargo, si se le da una pequeña dosis de anfetaminas a un grupo de ratones, estos empezarán a saltar y a estimularse tanto unos a otros que la dosis resulta letal. El «mundo» afecta demasiado a los ratones. Es más, cuando un ratón no recibe anfetaminas y se le coloca en un grupo que sí haya recibido la droga, este se excitará tanto que morirá en no más de diez minutos. «En grupo —indicó Willard—estallan como si fueran rosetas de maíz.»

¡Quizás usted piense que solo a los ratones puede ocurrírseles semejante tontera de relacionarse con otros ratones, que por estar tan drogados, entrarán en un activismo inútil y alocado que pone en riesgo sus propias vidas!

Pero, ¿qué significa exactamente aislarse? Algunas personas preguntan: «¿Qué hago cuando practico la disciplina de la soledad? ¿Qué cosas debo llevar conmigo?» La respuesta principal, por supuesto, es «nada».

No hace mucho, un hombre me dijo que se preparaba para su primer retiro personal extenso: llevaba libros, grabaciones de mensajes, discos compactos y una vídeo casetera. ¡Estas son precisamente las distracciones de las que uno debe alejarse durante la disciplina de la soledad!

La soledad bien entendida significa, básicamente, no hacer nada. Al igual que el ayuno significa abstenerse de comer, la soledad significa abstenerse de todo lo que ofrece la sociedad. Cuando practico la disciplina de la soledad me aparto de las conversaciones, de las personas, del ruido, de los medios de comunicación, del constante estímulo que provee el mundo que me rodea.

«Cuando me aíslo —escribió Henri Nouwen—, me deshago de mis andamiajes.» El andamiaje es todo aquello que uso para mantenerme erguido, para convencerme de que soy importante o que estoy bien. Durante un retiro personal no tengo amigos que me hablen, teléfonos que suenen, reuniones que atender, televisión para entretenerme, música para escuchar ni libros o periódicos que ocupan y distraen mis pensamientos. Soy, en las palabras del viejo himno, «tal como soy». Me encuentro desprovisto de mis logros, mi trayectoria, mis pertenencias y contactos. Estoy yo, solo, con mi pecaminosidad y mi Dios.

Aislarse requiere de una perseverancia rigurosa. Si no saco con anticipación mi agenda y aparto una fecha para estar solo, simplemente, no va a ocurrir.

Creo que existen dos tipos de retiros: Periódicamente necesito cortos periodos de soledad —preferiblemente todos los días o, incluso, varias veces por día. Pero también necesito experiencias de retiro prolongado —de medio día, un día o varios días— y esto debe ser parte de mi calendario anual. Francisco de Sales, autor de uno de los libros clásicos sobre la vida espiritual, usó la imagen de un reloj:

No existe ningún reloj, no importa que tan bueno sea, que no necesite ajustes. Además, se le debe dar cuerda dos veces al día, una vez en la mañana y otra en la tarde. Al menos una vez al año debe ser desarmado para remover la suciedad que hay en él, reemplazar las piezas gastadas y lubricar el mecanismo. De igual forma, todas las mañanas y las tardes la persona que realmente cuida su corazón debe darle cuerda de nuevo si es que va a servir a Dios. Al menos una vez al año, debe detenerse y examinar cada parte en detalle, es decir, cada sentimiento y deseo, con el fin de reparar cualquier defecto que pueda haber.

Yo trato de empezar mi día orando por las actividades que tengo por delante —por las reuniones a las que asistiré, por las tareas que deberé realizar, por las personas con las que estaré; busco poner todo en las manos de Dios. Durante el día, trato de tomar recesos de cinco minutos en los que cierro la puerta de mi oficina. Durante esos momentos recuerdo que no importa cuales son las dificultades que enfrento, sigo teniendo a Dios por padre.

Antes de volver a casa me gusta revisar el día con Dios: repasar las experiencias vividas para ver lo que él podría estar diciéndome a través de ellas, depositando cualquier ansiedad o pesar a sus pies. Uno de los mayores beneficios de este ejercicio es que los días comienzan a dejar, para mi vida personal, un precioso fruto de formación.

En la escuela, cuando formé parte del equipo de atletismo, solíamos ver videos de nuestras competencias. Algunas veces resultaba doloroso verlas, pero valía la pena porque nos ayudaba a no cometer una y otra vez los mismos errores. Lo mismo ocurre con este ejercicio cotidiano. Por ejemplo, cuando empecé a evaluar mi comportamiento diario, descubrí que me enojaba más de lo que me daba cuenta. Comencé a identificar las actitudes y conductas que guiaban mi vida.

La oración liberada
También necesito periodos de tiempo a solas. Intento separarme de la iglesia un día al mes y, en algún momento durante el año, retirarme por un par de días. Hoy en día no es difícil encontrar centros de retiro diseñados para dichas experiencias, aunque cualquier lugar donde no lo molesten a uno puede servir.

Uno de los obstáculos más grandes que seguramente tendrá que enfrentar es que sentirá que el estar retirado por un período prolongado es una pérdida de tiempo. Estamos muy condicionados a sentir que nuestra existencia se justifica solo cuando estamos haciendo algo. En mi caso, también sé que esta sensación resulta de las maquinaciones de una mente que no está acostumbrada a estar quieta. Solía creer que si dedicaba una gran parte de mi tiempo a orar, iba a lograr que mis oraciones fueran robustas, concentradas e ininterrumpidas. Pero no he podido lograrlo.
La primera vez que intenté dedicar una buena cantidad de tiempo a estar solo, ¡mi mente paseó como un turista en un país nuevo! Empezaba a orar y cuando quería acordarme me encontraba imaginando cómo Dios castigaría a alguna persona que me había herido profundamente. Si no era esto, entonces me encontraba soñando acerca de los extraordinarios logros que iba a alcanzar en el ministerio.

Poco a poco, me he dado cuenta de que mi mente, por ahora, solo puede concentrarse en oraciones breves intercaladas con estas digresiones. Espero algún día hacerlo mejor pero, por el momento, tengo que aceptar que una gran parte del tiempo que dedico a la oración se perderá debido a las divagaciones de mi cabeza. El hermano Lorenzo lo expresó de este modo: «Por muchos años me molestaba sentir que en el tema de la oración era un fracaso. Luego un día me di cuenta de que siempre sería un fracaso en la oración y ¡desde entonces me ha ido mucho mejor!».

Disminuir la velocidad

Hace algún tiempo, un periódico en Tacoma, Washington, publicó la historia de un perro llamado Tatú. Este animal no pensaba salir a correr por la tarde pero cuando su dueño cerró la puerta del auto y su correa quedó atascada en ella, no le quedó alternativa. ¡Ni bien se puso en marcha el vehículo, Tatú tuvo que echarse a correr!

Un oficial de la policía observó pasar el vehículo que arrastraba algo detrás de él, que no era otra cosa que el pobre perro que intentaba mantenerse a la par del carro. El oficial se lanzó a la caza y logró detener el automóvil, rescatando finalmente al pobre Tatú. El desdichado perro había estado corriendo a casi 50 kilómetros por hora.

Muchos pastores terminan viviendo como Tatú: su vida es una interminable sucesión de días en los que son arrastrados por algo más fuerte que ellos.

Es tiempo de aprender otro estilo de vida. Para lograr esto debemos hacerle la guerra, sin piedad, al hábito de vivir a las corridas.

John Ortberg pastorea en la iglesia Willow Creek Community Church en South Barrigton, Illinois.

Ideas básicas de este artículo

Para quienes vivimos en el siglo xxi, nuestro mayor desafío es tener tiempo libre.

Nuestra generación tiene una sociedad única en la historia: tan rica en la material y tan menesterosa en cuestiones de tiempo.

El señor Jesucristo siempre era consciente del problema de la aceleración enfermiza, por lo cual siempre se apartaba de las muchedumbres y las actividades, y así lo enseñó a sus seguidores.

El estilo de vida acelerado es una trampa, porque por él creemos que los otros nos considerarán importantes y no permite que percibamos nuestra soledad.

La disciplina de la soledad es un remedio tradicional para sanar la enfermedad del apuro.

Vivir apresurado no es solo una agenda desordenada es, también, la existencia de un corazón desordenado.

Preguntas para pensar y dialogar

¿Cuál es el mayor peligro que muchos de nosotros enfrentamos cuando vivimos aceleradamente?

¿Puede ofrecer usted su propia definición de la aceleración enfermiza que vive nuestra sociedad?

Considerando que incluso la cultura del primer siglo tenía cierta afección de aceleración enfermiza, ¿cómo podemos interpretar lo que ocurría con los discípulos y la intervención del Maestro en Marcos 6.31?

¿Cuál es la diferencia entre estar ocupados y estar apresurados?

¿Cuáles podrían ser algunas consecuencias de estar apresurados?, ¿observa algunas de ellas en su vida?

¿Por qué cree usted que es tan atractivo el estilo de vida acelerado?

Según Kierkegaard, ¿cuáles son dos de los instrumentos con los cuales Dios puede lograr un crecimiento divino en nosotros?

¿Qué situaciones puede buscar para que tenga que esperar deliberadamente, de modo que le resulte imposible estar apurado?

¿Qué planes personales podría hacer para practicar la disciplina de la soledad?

Tomado y adaptado de ©Leadership – Vol. XIX-4. Usado con permiso. © Apuntes Pastorales Volumen XXII – Número II. Traducido y adaptado por Desarrollo Cristiano Internacional, todos los derechos reservados.

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